Danielle, en el refugio temporal, saca a Fénix y a Chupete a dar una vuelta por el barrio.
Danielle Antonietti no fue bien recibida con sus mascotas y decidió abandonar la ciudad.
Fénix es un perro criollo pero parece un Rhodesian madurado por la calle. Tiene un aire autoritario, la mirada cavilosa, segura, de quien ha superado un pasado de perro vagabundo sin perder el instinto. Chupete es una criatura minúscula, mezcla entre salchicha y no se sabe qué otra raza, criado en Estados Unidos. Tiene 7 años pero es ingenuo, es un perro de casa.
Ambos pertenecen –aunque en este caso la posesión no es el calificativo preciso para describir el vínculo– a Danielle Antonietti, una estadounidense que tuvo que dejar el país la semana pasada porque nadie la quiso recibir en arriendo por largo tiempo con sus dos perros. Pasó por seis lugares distintos en dos años.
Le ha tocado vivir, en un tiempo presente, la dificultad de ser amante de los perros en una ciudad donde casi nadie quiere tenerlos cerca. Le ha tocado ver cómo se filtraba el rechazo de los propietarios ante la presencia de sus dos compañeros. En algunos lugares le inventaban tareas inverosímiles, para que al final decidiera irse.
“En uno de los sitios en los que viví me dijeron que yo limpiaría la escalera tres veces a las semana. Ellos le pagaban a alguien para que limpiara tres veces al mes. Pero querían que yo lo hiciera tres veces a la semana, sin pagarme, solo porque tenía dos perros. En el segundo piso vivía una persona con un perrito, pero no le tocaba hacer nada”, cuenta.
En una ciudad que crece aceleradamente y que cada vez tiene menos casas, conseguir una con jardín no es fácil. De los más de 800.000 perros y gatos domésticos que hay en la capital, pocos viven en casa.
Hoy 65 de cada 100 viviendas están ubicadas en edificios y la tendencia de Bogotá es crecer ‘hacia arriba’. Cada vez hay menos suelo disponible para urbanizar: un déficit acumulado de 300.000 viviendas y con una demanda anual de 25.000 nuevas.
Pero el caso de Danielle no es aislado. Bibiana Alarcón, que vive con Luna y Dustin, dos perros cruzados con Chow Chow, llamó a 72 apartamentos y en todos recibió la misma negativa. Solo en el intento 73 se encontró con un personaje que profesaba cierta simpatía por los animales y allí se quedó.
En los apartamentos de estratos 2 y 3, las respuestas se repetían: “No, es que los perros vuelven la casa una nada. ¿De qué tamaño son? Es que aquí no hay patio”, respondían.
En estrato 4 mostraban cierta resistencia; pero finalmente lo que más les interesaba era otra cosa. “Con tal de que me pague cumplidamente, puede tener una jirafa si quiere”, les respondieron una vez.
Danielle, cansada de recorrer la ciudad en busca de un lugar tranquilo para vivir con Fénix y Chupete, empezó a sentir la impotencia propia de los forajidos.
Nadie que haya experimentado esa cercanía –que es casi la devoción misma– entre un perro y su compañero es capaz de dejar su mascota a la deriva. A Fénix trató de buscarle un hogar pero por su tamaño nadie lo quería. “Es muy juicioso, muy saludable y ahora sí lo quieren, pero yo ahora lo amo”.
En el último lugar en el que vivió le dieron siete días para desalojar. “La esposa del papá de mi novio vive cerca, entonces llevamos todas las cosas a su apartamento. Pero como no teníamos un lugar para dormir, buscamos y encontramos un letrero que decía que alquilaban un cuarto en una casa. En un día nos mudamos dos veces”, dice Danielle.
Al marcharse con Chupete, agobiada también por la lentitud en los trámites para sacar cualquier papel, tuvo que dejar a Fénix unos días con su novio mientras consigue la plata –944 dólares más el guacal– para llevarlo hasta Montana, Estados Unidos.
Las mascotas de estrato 6
La vida de los perros que pertenecen a personas de estrato alto en Bogotá es distinta.
Hoteles de 5 estrellas, entrenadores privados, fiestas, colegios y guarderías son solo algunos de los beneficios de los que gozan. Sus propietarios llegan a gastarse hasta dos millones en un mes.
Fuente: www.eltiempo.com
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